
LA CASA EN EL VIENTO
Un deseo obstinado me siguió por años: vivir de cerca la vida de los nómades árabes. Mi primer contacto fue en el Sinaí, donde los beduinos servían de guías como sherpas en el Himalaya o porteadores en los Andes. Después pasé diez días con los beduinos de Petra, y aunque su hospitalidad era real, su mundo estaba demasiado entrelazado con el turismo. No era la experiencia que buscaba.
En el árido desierto de Siria, mi insistencia se transformó en hallazgo. Conocí a dos hermanas que sostenían con sus manos un pequeño universo: su familia, su clan, su tribu. Un matriarcado al borde del viento.
Viví con ellas algunos días. Compartí el pan ácimo, el té ardiente y la sombra áspera de sus tiendas hechas de pelo de cabra. Vi cómo enrollaban las lonas para dejar entrar la brisa y cómo las cerraban cuando el desierto se volvía tempestad. Entre la risa de los niños y los rostros de las mujeres trazados con tinta encontré lo que buscaba: no un espectáculo para turistas, sino la verdad de un pueblo que, en su nomadismo, ha aprendido a hacer de la intemperie su casa.
Una casa que no se fija en un lugar, sino en el viento. Todo esto fue antes de la guerra y la destrucción de Siria. Siempre me pregunto qué habrá sido de ellas.






